La verdad es que tener esclerosis múltiple asusta, no tanto como el cuco de debajo de la cama, pero asusta.
Cuando me diagnosticaron yo me juré que la EM no interferiría en mi vida. Empecé a trabajar a los 18 años, empecé a estudiar a distancia, después lo hice de manera presencial, terminé mis estudios y un buen día decidí irme a estudiar mi maestría en el extranjero.
Se imaginarán la cara de mi mamá cuando le dije que me habían aceptado en el posgrado y que me iba. Sí, en Ecuador cuando no sabemos la distancia decimos “aquicito no más”, bueno había decidido irme “aquicito no más” al otro lado del océano.
Pues bien, todo antes del viaje fue de emoción y nervios. Hubo tanto de lo segundo que me dio una recaída con un episodio de fatiga de un par de semanas en las que prácticamente no podía hacer nada, lo cual, no te voy a mentir, me hizo considerar la posibilidad de no viajar. Pero recordé que me había hecho una promesa: esto no me detendría. Además, salir del país por un año era algo que realmente quería hacer.
Fui donde mi médico, me hice los exámenes de control, todo estaba bien. Él me dio el contacto de un colega suyo en Madrid y me deseó suerte. Yo sabía cómo se empacaban los miedos, iban en cadena de frío. Me llevé la medicina para todo el año con gel congelado en un cooler. Los abrazos se empacaban de otra forma: me los llevaba puestos.
Recuerdo la preocupación de mis amigos, tampoco sabían cómo se me ocurría irme sola por el mundo con una condición como ésta a cuestas. Aquí una disculpa a quienes se preocuparon y gracias porque ese es el cariño.
En fin, cuando iba a embarcarme en el avión mi mamá me dijo: “Sé feliz. El título no importa. Si algo falla te regresas y no pasa nada”. Sentí un poco de miedo porque era cierto: algo podía salir mal pero no estaba en mis planes.
Antes de embarcar me abrieron la maleta. Salí sorteada porque obviamente no tenía nada que ver con los cientos de pastillas que llevaba en la maleta *risas grabadas*. Una de las cosas que se aprenden al viajar con tanta droga es que hay que llevar las recetas. Con eso no pueden decirte nada en ninguna parte. Cuando el policía me preguntó qué iba a hacer con tantas pastillas le dije que venderlas en El Retiro. Le pasé el documento del médico, nos reímos y me deseó buen viaje.
Cuando llegué a Madrid le conté a mi roommie, Vivi, que necesitaba dejar mi medicina en la refrigeradora y le conté de qué iba. Empecé mis clases y todo era nuevo y maravilloso. Estaba siendo muy feliz. Con el tiempo les conté a mis compañeros de mi condición y ellos siempre me ayudaron. Carlitos me compraba las coca-colas de la máquina cuando mis piernas se pusieron raras. Mis amigas Cris y Andrea no dejaban que yo hiciera fuerza y siempre estuvieron dispuestas a darme una mano. Todos mis compañeros del máster eran lo máximo, al igual que mis profesores que siempre me escucharon con atención y estaban atentos por si requería algo.
La primera “compra” que hice fue muy graciosa, salí con el carrito lleno y cuando vi las gradas que me llevaban al elevador me dije: “eres tú y ellas, MaríaGabrielaArreglaTuCuarto, no te asustes” y cuando estaba sentada a punto de llorar por no poder hacerlo sola una señora, una vecina, bajaba por las gradas, pasó por un lado porque yo estaba obstaculizando todo, pensé que se molestó porque agilizó el paso. Cuando la vi de nuevo estaba sujetando el carrito de un lado para ayudarme, la verdad es que me dio un poco de vergüenza porque era una señora grande, supongo que tenía la edad de mi abuela y me echó una mano… bueno las dos… Ese día aprendí a no comprar más de lo que puedo llevar. Estoy muy agradecida con ella.
Madrid es una ciudad para caminar, así que lo hice. Fue allá donde descubrí que me gusta caminar. Caminaba sola, y era mejor así porque cuando me cansaba paraba y descansaba, sin tener que preguntar ni molestar a nadie.
Hay dos cosas que me impresionaron de esa ciudad: la cantidad de bares (lo cual es maravilloso) y la gran cantidad de personas en sus sillas de ruedas que estaban en la calle. Aunque la primera es común en mi ciudad, la segunda no pasa en Ecuador.
Madrid es amigable con las personas con discapacidad y eso me enamoró. “¡Qué trágica eres!” me han dicho por esta observación, pero este análisis lo haré en otro post.
Lo que pasó en ese año es que caminé como no había caminado en mi vida. Subía a los aviones con cara de susto por no poder hacer fuerza para poner mi maleta en el compartimiento, pero siempre hubo alguien que me ayudó. Algunos desconocidos me ayudaron a llevar mi equipaje; mi roommie que me ayudaba con “la compra” y tantos otros que siempre fueron buenos conmigo. Yo lo atribuyo a la cara de perrito asustado que tenía todo el tiempo.
Al final hice un viaje por tres países yo sola y no me pasó nada. Tuve suerte. Lo viví al máximo. Mi cuerpo y yo fuimos un gran equipo. Tengo aprendida la lección de viajar ligera, siempre. En esta última oportunidad fue muy útil.
La defensa del proyecto final también fue un reto. En los repasos me olvidaba lo que tenía que decir. Mis compañeras, mis amigas del grupo sabían que yo era incapaz de memorizar cosas, yo estaba preocupada. Si me olvidaba mi parte estaba poniendo en juego no mi nota, sino la de todas. Entonces repasábamos y las palabras huían de mi cabeza, solo se iban y me quedaba en blanco, entonces Kris, me dijo: “no te preocupes, yo me sé tu parte, si se te olvida yo te cubro… somos un equipo”. Fue una bocanada de aire, me relajé, porque una vez más no estaba sola. El día de la presentación no me olvidé de nada, pero el apoyo siempre ayuda.
Regresé con el título, con el cuerpo completo y con la satisfacción de haber vivido. Por eso cada vez que siento que alguien me va a decir que no puedo le pido que lo piense bien y me alejo. En esta vida se receptan las buenas vibras, el apoyo y la ayuda. Lo demás sale sobrando…
